La historia detrás de la pluma
Michael ha pasado más de tres décadas fundando y dirigiendo organizaciones, asesorando a empresas Fortune 500 y escribiendo en el ámbito empresarial y sin fines de lucro. Con tres títulos académicos, incluido un MBA, ha sido un conferencista y formador solicitado en temas que van desde liderazgo y marketing hasta desarrollo de políticas.
Pero Yo le llamo Papá no nació de credenciales—nació de una historia.
El camino de Michael no ha sido lineal ni limpio. Ha atravesado el divorcio, la duda y años en los que Dios se sintió no solo distante, sino ausente. Un tatuaje en su espalda—el grito desesperado de su hija: “Papá, por favor no te vayas”—se convirtió en un recordatorio diario de seguir respirando. Incluso una escena de película que reflejaba su propia pérdida se transformó en un espejo para el alma. Esos momentos se convirtieron en hitos de un largo y crudo viaje hacia el redescubrimiento de Dios—no como religión, sino como relación.
Creció en Anderson, Indiana, en un hogar cristiano donde el baloncesto reinaba como el pequeño “dios” con minúscula y la música góspel llenaba el aire. Confesó a Jesús como su salvador a los ocho años, pero, como muchos, su fe se construyó sobre la rutina, no sobre la relación. Ir a la iglesia le resultaba fácil; rendirse, no tanto. Un semestre y diez días en un colegio bíblico terminaron con él alejándose—primero de la interferencia de Dios, y luego de Su misma existencia. Pasarían décadas —y varios desengaños— antes de darse cuenta de que lo que Dios quería desde el principio no era desempeño, sino presencia.
Años después, en un momento de total derrumbe en el que creyó haber perdido la fe para siempre, Michael se descubrió siendo perseguido—primero por la gracia, luego por el amor. Ese amor tenía nombre: Ana Victoria. Nacida y criada en el pequeño pueblo de El Higo, Veracruz, México, la fe de Ana era un fuego silencioso—constante, genuino, vivo. A través de su paciencia y sus oraciones, la chispa que había titilado desde la infancia finalmente encendió una llama.
Una mañana, solo en casa, Michael se quebró. Mientras una canción de adoración sonaba en sus audífonos, cada muro que había levantado se derrumbó. Lo que comenzó como música se convirtió en rendición—y ese día, no encontró una doctrina ni una religión, sino el amor inquebrantable de su Padre Celestial.
Esa mañana, conoció a Papá
Más que un ritual — una relación restaurada
Mi misión—a través de Yo le llamo Papá y de cada palabra que escribo—es ayudar a los lectores a ver que Dios nunca quiso rituales; él quiere relación. Lo llamo Papá fue escrito para los buscadores, los escépticos y los creyentes cansados que se encuentran en los valles de la duda, la desesperanza y la desilusión. Es una invitación a redescubrir la conexión padre–hijo que es real, presente y llena de vida.
No escribo como pastor ni como teólogo. Escribo como esposo, padre y compañero de camino que ha luchado con el silencio, el dolor y la pérdida—y que descubrió que Dios seguía allí. Seguía escuchando. Seguía siendo papá.
Él sigue escuchando… sigue siendo Papá.
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