Barrabás y la cruz

(Lucas 23:18–43; Marcos 15:6–15)

La crucifixión romana no era para ladrones comunes ni para los que robaban por hambre. Era un castigo reservado para los enemigos del estado, para los que se atrevían a desafiar al imperio. La cruz no trataba de corregir, sino de humillar. Roma levantaba a sus víctimas, no para honrarlas, sino para dejar un mensaje. Cada clavo era propaganda. Cada cruz, una advertencia. Cada grito, un recordatorio del poder de César.

Por eso Barrabás estaba allí. No era un loco ni un delincuente al azar. Era un revolucionario, un zelote, tal vez incluso un líder entre los sicarios, aquellos hombres del puñal que atacaban a soldados romanos en lugares públicos y lo llamaban santo. Algunos lo veían como héroe; otros, como asesino. Los evangelios lo describen como un hombre de insurrección y sangre. Roma lo habría llamado terrorista, pero entre algunos judíos, quizás lo consideraban un patriota. El tipo de hombre que se atrevía a hacer lo que otros solo susurraban.

Cuando la multitud se reunió frente al palacio de Pilato aquella mañana, todos sabían quién era. El aire estaba cargado de polvo y política. Pilato, desesperado por calmar el caos, ofreció una elección: “¿A quién quieren que les suelte, a Barrabás o a Jesús, llamado el Cristo?”. Pensó que la respuesta sería obvia. Seguramente elegirían al sanador en lugar del asesino. Pero los líderes religiosos ya habían hecho su trabajo. Llenos de miedo a perder poder, aterrados de que Jesús expusiera su hipocresía, esparcieron sus mentiras hasta que susurros se convirtieron en rugidos.

“¡Danos a Barrabás!”

“¡Crucifícalo!”

Las palabras resonaron entre las paredes de piedra, creciendo con cada eco. En ese momento, la decisión de la humanidad quedó al descubierto. El culpable saldría libre y el inocente tomaría su lugar.

Puedo imaginar a Barrabás, con las manos encadenadas y el corazón latiendo con fuerza, esperando la sentencia que sabía merecer. Y de pronto, libertad. Cadenas cayendo. Soldados empujándolo hacia la luz. Tal vez se volvió por un instante, lo suficiente para cruzar la mirada con el hombre silencioso que ocupaba su lugar. Jesús sabía que era inocente. Barrabás sabía que era culpable. Y aun así, uno salió libre mientras el otro cargaba la cruz.

La ironía es casi insoportable. La multitud eligió al salvador equivocado y nunca lo entendió. Eligieron al hombre que quiso salvar a Israel derramando sangre, y condenaron al que salvaría al mundo derramando la suya. Barrabás era el Mesías que querían. Jesús era el Mesías que necesitaban.

Entre los seguidores de Jesús había un hombre llamado Simón el Zelote, alguien que también había creído que la libertad solo llegaría por la espada. Había llevado ese mismo fuego dentro, quizá hasta el mismo tipo de puñal bajo la túnica. Pero Jesús lo llamó, no para matar por él, sino para seguirlo. No para pelear contra Roma, sino para aprender a amar. Simón descubrió que el celo sin gracia destruye, pero el celo redimido por la gracia transforma. En Simón, Jesús redimió la pasión. En Barrabás, la absorbió. Dos hombres nacidos del mismo fuego: uno cambiado por misericordia, el otro liberado por ella.

Esa tarde, tres cruces se alzaban bajo un cielo oscurecido. La cruz del centro había sido preparada para Barrabás. Las otras dos, probablemente para sus compañeros. Cuando Barrabás salió libre, Jesús tomó su lugar, muriendo entre dos hombres del mismo levantamiento. Aquellos hombres seguramente habían oído hablar de Jesús; no era un desconocido. Las noticias de sus milagros y enseñanzas se habían extendido por toda la región. Tal vez incluso lo habían visto predicar una vez, hablando de un Reino que no se parecía ni al de Roma ni al de Israel. Y ahora, estaban muriendo junto al mismo hombre que lo encarnaba.

Uno de ellos se unió a las burlas. “Si de verdad eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.” Su corazón ya había elegido el camino de Barrabás. Quería un Salvador que actuara, no uno que sangrara. El dolor, el remordimiento y las consecuencias de sus propias decisiones habían endurecido su alma. Pero el otro ladrón vio algo distinto. Quizás fue la manera en que Jesús oró por quienes lo crucificaban. Tal vez fue la paz en su mirada. Sea lo que haya sido, giró la cabeza, roto y sin aliento, y susurró: “Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino.”

Esa palabra —Señor— lo decía todo. No fue sarcasmo ni desesperación. Fue rendición. En una sola frase reconoció a Jesús como rey, aun cuando el rey moría junto a él. Fue una declaración que desafió lo que veía y lo que el mundo creía. Vio a un hombre sangrando y lo llamó Señor. Vio un cuerpo moribundo y lo llamó reino. En ese instante, la fe respiró por primera vez.

No hubo discursos ni condiciones. Solo entrega.

Y Jesús se volvió hacia él y dijo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso.” Sin demora. Sin explicación. Solo amor respondiendo a la fe.

Tres hombres. Tres cruces. Tres respuestas a la misma gracia. Barrabás usó la libertad para sí mismo. Uno de los ladrones usó el dolor, las circunstancias y las consecuencias de su vida para endurecer su corazón. El otro usó ese mismo dolor para abrirlo. Y Jesús murió en la cruz de Barrabás, entre los hermanos de Barrabás, por el pecado de Barrabás.

Cuesta no imaginar lo que pensó Simón el Zelote ese día. ¿Lo vio desde la multitud, recordando quién había sido? ¿Reconoció, en la rendición del ladrón arrepentido, el reflejo de su propia transformación? Una vez creyó que el reino vendría con la espada, y ahora veía al verdadero rey traerlo con el sacrificio. Eso es lo que hace el amor: conquista rindiéndose. La revolución había comenzado, no con puñales, sino con perdón. No con espadas, sino con cicatrices.

Reflexión

Barrabás no fue el villano de esta historia. Fuimos nosotros. Éramos los culpables que quedamos libres porque el inocente tomó nuestro lugar. Pero la libertad siempre nos devuelve a una elección.

¿Viviremos como Barrabás, libres pero sin cambiar? ¿Nos aferramos al resentimiento como el ladrón burlón, exigiendo que Dios nos pruebe antes de creer? ¿O nos inclinaremos como el ladrón arrepentido, honestos, quebrantados y dispuestos a susurrar, “Acuérdate de mí”?

Ahí vive la gracia, no en la perfección, sino en la presencia. Papá nunca impone el amor. Lo invita. Y cada día se presenta ante nosotros, no exigiendo lealtad, sino ofreciendo relación. La pregunta no es si él es real, sino si lo dejaremos ser más que nuestro rescatador. ¿Lo dejaremos ser nuestro Padre?

Si alguna vez quieres saber cómo se ve el amor, mira la cruz que fue hecha para Barrabás. Eso fue lo que costó llamarte hijo. Eso fue lo que costó llamarte hija. La gracia sigue ofreciendo tres opciones. La pregunta es cuál elegirás.

Oración

Papá,

gracias por tomar mi lugar cuando ni siquiera sabía de qué me estabas salvando. Gracias por amarme antes de que yo te amara, por liberarme aun cuando habría elegido la libertad equivocada. Ayúdame a no vivir como Barrabás, libre pero sin cambiar. A no sonar como el ladrón burlón, exigiendo pruebas en lugar de confiar. Enséñame a ver como el arrepentido, a encontrar gracia incluso en el dolor, y a susurrar: “Acuérdate de mí.”

Porque no solo quiero que me salves. Quiero conocerte. Quiero caminar contigo. Quiero llamarte Papá.

Amén.

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