En los ojos del espectador
(Ester 1 y 2)
En el corazón del imperio Persa, el rey Asuero gobernaba con un amor por la belleza y la opulencia—uno que iba más allá de la admiración y se adentraba en el reino del poder. Su reino estaba construido sobre la grandeza y el espectáculo, y la belleza debía reflejar su gloria. En el tercer año de su reinado, ordenó un festival de 180 días para mostrar—no, para jactarse—de la vastedad de su riqueza. Desde tesoros invaluables saqueados de naciones conquistadas, hasta exhibiciones colosales de sedas y finas telas que adornaban las paredes del palacio, cada rincón de su dominio estaba diseñado para demostrar las riquezas incomparables del rey. Había vasos de oro intrincados, joyas brillantes del tamaño de un puño de hombre y alfombras persas tan exquisitas que parecían extenderse hasta la eternidad. El aire estaba cargado de la fragancia de especias raras traídas desde los rincones más remotos de la tierra, mientras los grandes banquetes se extendían con suficiente comida y bebida para satisfacer todo un reino durante meses.
Sin embargo, incluso después de tal exhibición extravagante, el rey no estaba satisfecho. No había mostrado la cosa más hermosa que poseía. Después de seis meses de mostrar la riqueza y la abundancia de su reino, el acto final de Asuero no fue presentar más de sus vastas posesiones, sino mostrar a su reina—el símbolo definitivo de sus posesiones—como la muestra culminante de belleza. La reina Vasti—la más hermosa de todas a sus ojos—era su trofeo máximo. La mostraría ante sus invitados, exhibiendo su belleza para que todos la contemplaran y admiraran.
Pero cuando ella se negó a ser objetificada y desfilada como un adorno—cuando ya no pudo ser controlada para servir a su ego—él la desechó. Su belleza se desvaneció a sus ojos, no por nada físico. No, para el rey, la belleza era algo que poseer, algo que se usaba para su placer y propósito.
Tras la destitución de Vasti, Asuero ordenó una búsqueda para encontrar a las vírgenes más bellas del reino para llenar el vacío que ella había dejado. Este decreto no solo buscaba encontrar una reina sustituta, sino reclamar la belleza en sus términos, controlarla, poseerla, exhibirla. Las jóvenes debían ser reunidas, preparadas y sometidas a un año de cuidados para asegurarse de que cumplían con los deseos del rey. La belleza ya no trataba de quiénes eran ellas como individuos, sino de cómo podrían cumplir con cada capricho suyo.
Pero entonces, apareció Ester. Sacada de las sombras, fue elegida no solo por su belleza exterior, sino por algo mucho más profundo. Una joven judía, había vivido gran parte de su vida en la quietud de la obscuridad. Huérfana desde niña, sus padres muertos, fue criada por su primo mayor, Mardoqueo, un hombre de sabiduría, fe y fuerza silenciosa. Aunque exiliados como el resto de los judíos, Mardoqueo asumió su rol como tutor, cuidando de ella como si fuera su propia hija. Su vida, marcada por la devoción a Dios, fue una influencia constante en Ester, guiándola a través de la pérdida, la resistencia y las pruebas de vivir en una tierra extranjera.
En una cultura donde el destino de una joven podía ser fácilmente dictado por los caprichos de los hombres y los reyes, Ester destacó por encima de todas. No era solo su belleza lo que la distinguía; era la fuerza interior que había cultivado a lo largo de los años bajo la tutela de un hombre piadoso. El verdadero valor de Ester no provenía de la apariencia externa que el rey notaría, sino de una dependencia firme en Dios, de caminar con obediencia silenciosa, incluso en las circunstancias más inciertas. Fue esta fuerza tranquila lo que la definiría, no la belleza por la que fue elegida.
El linaje judío de Ester formaba parte de su historia, pero el rey nunca lo consideró. El rey desconocía que la mujer elegida para su harén y traída a su palacio era una judía, criada en el exilio, escondida en el tejido de un reino que no conocía ni le importaba su origen. La belleza de Ester fue vista solo por lo que podría ofrecer—un objeto para ser exhibido en el palacio del rey. Pero lo que la hizo única no fue solo su apariencia; fue la belleza de su carácter, su valentía y su obediencia a la voluntad de Dios, inculcada en ella desde su niñez. Estas fueron las cualidades que el rey nunca consideró.
Aun así, en los ojos del rey, la belleza era cuestión de exhibir y controlar, no de fuerza interior ni de gracia. Su idea de belleza estaba ligada al poder y al lujo. Pero la belleza de Ester era diferente. Mientras que el rey medía la belleza con sus ojos, la verdadera belleza de Ester era vista por otro par de ojos—los de Dios, quien la había diseñado para un propósito específico: la oportunidad de evitar un genocidio judío.
Pero hay algo más profundo aquí, una verdad sobre la belleza que todos reconocemos—aunque no siempre entendamos por qué. Aunque el rey Asuero buscaba exhibir la belleza como un objeto, hay algo en la humanidad que nos llama a reconocerla de una manera que va más allá de la superficie. Las creaciones más hermosas de la tierra no son los joyeros, los palacios o las riquezas. Son siempre los seres humanos—la creación máxima de Dios—hasta para la alma más degenerada. Hay una conciencia innata, aunque no siempre la entendamos, de que estamos hechos a imagen de Dios, y ahí es donde reside la verdadera belleza.
Aunque Ester formaba parte de la búsqueda del rey por la belleza, su verdadero valor nunca se trató de agradar los ojos del rey; se trataba de responder al llamado divino que Dios había preparado para ella. Estaba a punto de responder al llamado de Dios en un rol que requeriría no solo belleza exterior, sino la fortaleza interior de una mujer que había sido preparada en los momentos tranquilos de la vida, en la obscuridad de su fe judía, y en el amor de un padre que la crió como propia.
Su obediencia a Mardoqueo, su disposición para entrar al palacio del rey con gracia y dignidad, su fe en un Dios que le ofreció oportunidades para cumplir Su propósito para ella, incluso cuando no podía verlo—todas estas fueron las cualidades que la harían destacar ante los ojos de Dios. Ester no entró al palacio solo como una mujer bella. Entró como una mujer de propósito, carácter, valentía y fe.
Reflexión
¿Quién define tu belleza? ¿Solo la ves—o no la ves—cuando te miras en el espejo cada mañana? ¿O permites que el amor de un Padre celestial defina quién eres, no lo que el mundo ve por fuera? Este mundo, y el espejo matutino, siempre nos dirán que la belleza física es efímera, que se trata de cómo lucimos, de cómo nos medimos o de cómo nos comparamos con los demás. Pero Papá ve la belleza de otra manera. Su estándar de belleza no se trata de ser perfecto según los estándares humanos. Se trata de ser amado por él, de ser creado para él, y de ser llamado Suyo.
¿Lo que Papá piensa de ti, anula lo que el mundo dice sobre ti?
Cuando empiezas a verte a través de los ojos de Papá, te das cuenta de que su amor cubre todas las imperfecciones, todos los defectos. Lo que el mundo llama imperfecto, Papá lo llama hermoso. Lo que el mundo desecha, Papá lo abraza.
Eres su obra maestra, y a sus ojos, eres asombroso.
Oración
Papá,
Gracias por verme como hermoso, no por lo que he hecho ni por cómo me veo, sino por lo que tú creaste en mí. Ayúdame a verme a mí mismo como tú me ves—completo, amado y entero en tus ojos. Enséñame a abrazar tu definición de belleza—la mía y la de los demás—y descansar en la verdad de que soy maravillosamente hecho a tu imagen. Déjame vivir en la confianza de tu amor, no en los estándares siempre cambiantes de este mundo.
Amén.
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