Tan Antiguo Como el Edén – Semana 1
(Génesis 2–3; Lucas 4:1–13)
Durante las próximas semanas vamos a caminar juntos en un recorrido que empieza antes de la caída y atraviesa el desierto de la tentación—la de Jesús y la nuestra. No se trata tanto del pecado como de la confianza, porque el objetivo del enemigo nunca ha sido solo hacernos tropezar, sino hacernos dudar. Veremos cómo comenzó la tentación, cómo Satanás todavía tuerce y distrae, y cómo Jesús nos mostró otro camino. Pero antes de hablar de cómo la fe se pone a prueba, recordemos cómo era cuando la fe era sencilla.
Cuando la Fe Era Sencilla
¿Alguna vez te has preguntado cómo era la relación de Dios con Adán y Eva antes de la caída? Antes del pecado, antes de la vergüenza, antes de que empezáramos a escondernos de Dios—o unos de otros—solo existía el caminar. Una comunión diaria con su Papá.
¿Puedes imaginarlo? El sonido de sus risas flotando por el jardín, el ritmo de pasos sobre los senderos suaves, la luz del sol filtrándose entre los árboles mientras hablaban con Aquel que acababa de soplar vida en ellos. Tal vez hacían preguntas sobre las estrellas o se maravillaban con los colores de las hojas. Quizás compartían historias de los descubrimientos del día anterior o se preguntaban juntos qué traería el mañana. Y seguro que reían—una risa pura, infantil, que recorría las ramas y hacía sonreír a toda la creación. Casi puedo verlos sonriendo cuando una jirafa intentaba agacharse bajo una rama baja, doblando torpemente sus patas, o riendo a carcajadas cuando un gato saltaba tres pies en el aire al ver su propio reflejo en el agua.
Era el paraíso, no solo por su belleza sino por su seguridad. Seguridad emocional, espiritual y relacional. Antes de las reglas, antes de la religión, existía la intimidad. La presencia. El gozo. No era ceremonia ni desempeño—era el amor caminando con ellos, a su lado. La fe no tenía que esforzarse; era el aire que respiraban. Confiaban porque nunca habían conocido un mundo sin Su voz. Así comenzó la historia—no con una exigencia, sino con una relación.
Y en lo más profundo de nosotros, todavía anhelamos ese ritmo—la sencillez intacta de la confianza.
Pero el amor, para ser real, también debe ser libre, y la libertad siempre lleva una elección. El único límite que Dios estableció no era control, era conexión. Le dio un latido a la fe. Entonces vino otra voz, suave pero intencional. El tono de la serpiente era tranquilo, su pregunta engañosamente tierna. “¿Conque Dios os ha dicho…?”
La fe no cayó en un solo acto—se desvaneció en un susurro. La serpiente no los tentó a quebrantar una regla, los tentó a dudar del corazón detrás de ella. La mirada de Eva se levantó hacia lo que parecía bueno, el deseo empezó a razonar, la curiosidad empezó a cuestionar. Y antes de que diera una mordida, la confianza ya se había roto. El fruto solo fue la evidencia de lo que ya había sucedido por dentro.
Así sigue funcionando la tentación. Rara vez ruge; razona. No grita rebelión, susurra lógica. Nos convence de que podemos manejar la vida por nuestra cuenta. Y en el momento en que empezamos a decidir qué es mejor sin preguntarle al Padre, entramos en la misma sombra que cayó sobre el Edén.
No sabemos cuánto tiempo caminaron Adán y Eva con Dios en el jardín—un mes o un milenio, la Escritura no lo dice—pero tenían un ritmo. Conocían Sus pasos. Conocían Su voz. Y aquel día, después del fruto, del silencio y del esconderse, escucharon ese mismo sonido familiar en la brisa del día—Dios caminando por el jardín como siempre lo hacía.
Cuando pecaron—y era el único pecado que podían cometer, pero aun así lo hicieron—se escondieron. Puedo imaginar sus corazones latiendo con fuerza, esperando la tormenta que creyeron que vendría. Pero Dios no irrumpió en el jardín como un huracán furioso. No hubo truenos en Su voz ni relámpagos en Sus manos. El aire no se llenó de ira. En cambio, creo que caminó sin prisa, a través del fresco del día. El sonido de Sus pasos se mezclaba con el susurro de las hojas, casi imperceptible.
Lo imagino deteniéndose, dejando que el silencio hablara. No porque no supiera dónde estaban—Él conocía sus lugares favoritos—sino porque no tenía prisa por condenar. Les dio espacio, un latido de misericordia en medio de la vergüenza. Sus ojos recorrieron el bosque, la luz del sol atravesando las ramas, hasta que se volvió hacia el árbol. Uno familiar, donde ellos se habían escondido entre las sombras intentando desaparecer.
Y cuando los vio, no apartó las ramas con violencia ni blandió un rayo como machete. No se erguía sobre ellos en juicio. Me lo imagino apoyando la espalda contra el tronco, deslizándose hasta sentarse en la tierra con ellos—lo bastante cerca para sentir su temblor, lo bastante cerca para que vieran Sus ojos. Un suave movimiento de cabeza. Una mano sobre la barba. Un suspiro que mezclaba tristeza y amor. Sabía que este momento llegaría algún día—les dio libre albedrío, reflejando Su imagen—pero creo que eligió no saber cuándo. No quiso vivir bajo la sombra de la caída, sino disfrutar cada instante antes de ella.
Dios ya sabía dónde estaban, pero aun así preguntó: “¿Dónde estás?” (Génesis 3:9). No era una pregunta de ubicación, sino de invitación. La voz de un Padre que todavía quería conversar. Una puerta entreabierta para hijos que la habían cerrado.
La conversación que siguió tuvo consecuencias, sí, pero también compasión. Un Padre amoroso corrige, pero no se aleja. Dios dictó la sentencia—dolor, trabajo y distancia—pero ofreció ternura. Les hizo túnicas de piel antes de que se marcharan. Y antes de que dieran un solo paso hacia su nueva realidad, les dio una promesa: un día la cabeza de la serpiente sería aplastada.
Aun en el juicio, les dejó claro que no estaban abandonados. No se marchó furioso ni destruyó el jardín. Aun en el fracaso, se acercó. La fe ya no sería sin esfuerzo, pero no se había perdido. Ahora tendría que elegirse—en el dolor, en la distancia, en la confianza más que en la vista.
Esa misma historia se repite en nosotros. La tentación no es nueva, solo cambia de forma. Donde Adán y Eva enfrentaron a la serpiente en la abundancia, Jesús la enfrentó en el hambre. Lucas nos dice: “Y Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y fue llevado por el Espíritu al desierto por cuarenta días, y era tentado por el diablo” (Lucas 4:1).
Ambas escenas comenzaron con la misma pregunta: ¿De verdad puedes confiar en lo que Dios dijo? En el jardín, la fe se dio por sentada, sin probarse ni protegerse. En el desierto, la fe fue puesta a prueba y confirmada. El primer Adán dudó en el paraíso; el último Adán confió en la desolación. Por eso la victoria de Jesús no fue cuestión de fuerza de voluntad, sino de dependencia. Enfrentó la tentación no como Dios por encima de nosotros, sino como hombre entre nosotros, confiando completamente en el mismo Espíritu que ahora vive en nosotros.
Y por eso cada tentación que enfrentamos no se trata tanto del pecado, sino de la fe. El adversario no intenta solo hacernos caer, intenta hacernos dudar. Porque cuando la confianza muere, la relación muere también, y eso es lo que realmente roba, mata y destruye.
Si escuchas con atención, todavía se oyen esos pasos en el fresco del día. Él sigue caminando. Sigue preguntando: “¿Dónde estás?” No porque te haya perdido, sino porque te está invitando a salir de tu escondite.
La fe tal vez ya no se sienta fácil, pero sigue siendo sencilla. Da un paso hacia la Voz que pronuncia tu nombre. Sigue al que ya aplastó la cabeza de la serpiente. El mismo Padre que buscó a sus hijos en Edén envió a Su Hijo a buscarte a ti en tu desierto. La historia no ha cambiado—solo está más cerca ahora. La puerta del jardín que se cerró en Génesis se abrió de nuevo en la tumba vacía.
Reflexión
La fe era sin esfuerzo en Edén porque no había distancia. Después de la caída, la fe se convirtió en el puente de regreso a la Presencia. Cada tentación aún susurra la misma pregunta—¿puedes confiar en Él? Pero cada acto de fe responde con la misma verdad—sí puedes, porque Él nunca dejó de caminar hacia ti.
Oración
Papá,
Casi puedo oír de nuevo Tus pasos, el sonido de que caminas por mi propio jardín llamándome por mi nombre. A veces todavía me escondo. Todavía escucho susurros que me hacen dudar de Tu bondad. Pero hoy decido confiar otra vez. Enséñame a caminar contigo como lo hicieron ellos—sin miedo, sin vergüenza, sin muros. Y cuando venga la tentación, recuérdame que lo que el enemigo realmente busca no es mi caída, sino mi fe. Mantenme cerca, guiado por Tu Espíritu, afirmado en Tu Palabra, seguro en Tu amor.
Amén.
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