La morada de Dios

(Éxodo 35–40; 1 Corintios 6:19)

Todavía recuerdo aquellas canciones de mi adolescencia—las que hablaban de entrar al Lugar Santísimo. No estaba sentado en una banca de iglesia; las escuchaba en conciertos por televisión o en un viejo casete, con el volumen apenas lo suficientemente alto como para sentir algo sagrado en el sonido. Las melodías se elevaban como incienso, temblando a través de las bocinas, como si me invitaran a acercarme a algo demasiado santo para tocar. En ese entonces yo pensaba que eso era la fe—buscar una puerta que me llevara a la presencia de Dios. No sabía aún que lo que él realmente quería no era que yo encontrara su presencia, sino que la llevara dentro de mí.

Mucho antes de que esas canciones existieran, Dios le dio a su pueblo un regalo en el desierto—una forma en que el cielo y la tierra pudieran encontrarse. La llamó el Mishkán, el Tabernáculo. La palabra hebrea significa “lugar de morada”, del verbo shakán, que quiere decir “habitar” o “permanecer.” No era sólo una estructura; era una invitación. Dios no estaba pidiendo un monumento de piedra ni un ritual religioso, sino un lugar donde su presencia pudiera reposar, donde su gloria—su Shekiná—pudiera habitar entre su pueblo. En esa tienda, el Dios infinito eligió vivir al alcance de manos humanas, no por encima de ellas, sino entre ellas. El Tabernáculo era mucho más que tela y estructura; era el latido visible de un Dios que nunca quiso estar distante. Quería estar en casa.

Imagina la preparación. El sonido del martillo golpeando el bronce y el telar tejiendo hilo llenaba el aire durante meses. Cada golpe, cada ritmo, era adoración—obediencia convertida en sonido. El aroma del aceite y de la madera de cedro se mezclaba con el polvo del desierto. El Tabernáculo se estaba convirtiendo en algo más que tela y estructura—se estaba volviendo un pulso.

Luego, con los vientos del desierto barriendo la arena infinita y el sol cayendo como fuego detrás del horizonte, la estructura divina—diseñada hasta el más mínimo detalle por manos inspiradas—se alzó en el centro del campamento, brillando con color y luz. El oro atrapaba los últimos rayos del sol, y el lino fino ondeaba como el agua. No era sólo una tienda; era un abrazo. “Acérquense,” decía Dios. “Quiero habitar entre ustedes.”

Cada elemento tenía un significado. Cada material susurraba una verdad. El oro hablaba de Su pureza. La plata, de Su redención. El bronce, de Su juicio hecho misericordia. Pero fue la tela la que contó la historia más profunda. Hilos de escarlata, azul y púrpura se entretejían en cada cortina y vestidura, cada color escogido por la mano de Dios.

Escarlata para el sacrificio—el color de la sangre que un día correría por una cruz. Azul para la divinidad—el color de los cielos, puro y eterno. Y púrpura—el punto de encuentro entre los dos. El lugar donde lo divino y lo humano convergen. Por eso el púrpura llegó a ser el color de la realeza. Es lo que sucede cuando el cielo se inclina lo suficiente para tocar a la humanidad—cuando lo agotado se encuentra con lo divino. La realeza no se trata de coronas ni de tronos; se trata de relación. Es el color de la cercanía de Dios—el momento en que Su divinidad roza nuestra fragilidad y la vuelve hermosa.

Pero si miras más de cerca, descubrirás algo aún más íntimo. No eran sólo colores reales; eran colores vivos. Escarlata como la sangre que late en las arterias. Azul como nuestro espíritu que regresa a su Fuente, anhelando ser llenado de nuevo con Su aliento. Y púrpura, ese espacio sagrado donde el cielo y la tierra se encuentran en cada latido.

El Tabernáculo era mucho más que un edificio; era el mapa de su corazón—y del nuestro. Desde el principio, Dios no estaba creando simplemente un lugar para visitar. Estaba revelando lo que planeaba habitar.

La belleza del Tabernáculo era impresionante. Cortinas bordadas con querubines. Candelabros con forma de flor de almendro. Oro cubriendo la madera de acacia para que la luz danzara donde antes había sombra. Fue la obra de artesanos llenos del Espíritu—Bezalel y Aholiab—los primeros en la Escritura de quienes se dice que fueron llenos del Espíritu de Dios. No para predicar. No para profetizar. Sino para crear. Sus manos dieron forma a lo que sus corazones creían—una morada para lo divino.

Aun así, con toda su grandeza, el Tabernáculo era sólo una sombra de algo mayor. Nunca fue el destino final—sólo el comienzo. El Lugar Santísimo brillaba con la presencia de Dios, pero estaba sellado por un velo—grueso, tejido, pesado con advertencia. Nadie podía entrar, excepto el sumo sacerdote, y sólo una vez al año, llevando sangre por los pecados de la nación. La tradición dice que su tobillo se ataba con una cuerda, por si era hallado indigno y debía ser sacado. El velo se movía suavemente con el viento del desierto, un recordatorio vivo de que la santidad estaba cerca… pero aún fuera de alcance.

Entonces llegó el momento en que todo cambió.

Siglos después, en una colina fuera de Jerusalén—Monte Moriah, Gólgota, el Calvario—el sacrificio final fue levantado en alto. El cielo se oscureció. La tierra tembló. Y desde el templo—el eco permanente del antiguo Tabernáculo—un sonido retumbó a través de la eternidad. El velo se rasgó, de arriba abajo.

Ese sonido no sólo partió la tela; partió la historia. Fue la declaración del cielo de que la separación había terminado. El lugar donde la presencia de Dios habitaba ya no estaba escondido detrás de una cortina de lino. El Lugar Santísimo se había movido—del oro y la acacia a la carne y la sangre, de una tienda en el desierto al corazón humano.

Y ese mismo Espíritu sigue llenando a los creyentes hoy. Aquel que una vez guió la aguja y el martillo ahora moldea corazones humanos para ser su morada. El mismo aliento que habló los planos en el desierto ahora crea belleza en medio de vidas rotas—carne en lugar de tela, corazones en lugar de altares.

El escarlata, el azul y el púrpura que una vez cubrieron las paredes del Tabernáculo ahora fluyen por las venas de su pueblo. No somos el Lugar Santísimo—pero somos el lugar donde él decidió habitar. El corazón se convirtió en el punto de encuentro entre el cielo y la tierra—el verdadero tabernáculo del Dios viviente.

Pablo lo dijo mejor: “¿O no saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en ustedes, el cual tienen de Dios, y que no son suyos?” (1 Corintios 6:19).

El Tabernáculo nunca fue destinado a ser permanente—fue un anticipo del plan final de Dios. Por medio de Cristo, él rasgó el velo no para dejarnos entrar, sino para salir él—para derramar su Espíritu dentro de su pueblo.

Ahora, cuando pienso en aquellas canciones, sonrío. Veo a ese adolescente otra vez—ojos cerrados, cantando—mientras me imagino atravesando una cortina desgastada, esperando entrar en Su presencia. Y quisiera susurrarle: Ya no tienes que esperar. Tú eres el lugar donde Él entró.

La misma presencia que una vez llenó el Lugar Santísimo ahora llena tu pecho con cada respiración. El mismo fuego que ardía sobre el Arca ahora arde en tu espíritu. La misma voz que tronaba en el desierto ahora susurra en tu alma.

Y tal vez eso era lo que los colores decían desde el principio. Escarlata—el sacrificio que abrió el camino. Azul—la divinidad que descendió para encontrarnos. Púrpura—el latido de la relación donde los dos se hacen uno. El Tabernáculo nunca se trató de paredes o tela. Fue una profecía de sangre y de Espíritu, de un Dios que un día elegiría habitar no entre su pueblo, sino dentro de él.

El desierto fue sólo el ensayo. El corazón es el hogar.

Reflexión

¿Y si has estado buscando a Dios en lugares donde él ya habita? ¿Y si el Lugar Santísimo no es un sitio al que vas, sino Alguien que vino a ti?

Cuando aceptaste a Jesús como tu Salvador, ya no tuviste que buscar su presencia—quedaste lleno de ella para siempre. El mismo Espíritu que descansaba sobre el arca del pacto ahora reposa en tu corazón. No tienes que esforzarte para alcanzarlo. No tienes que perseguir su presencia. La llevas contigo.

Así que aquí va el reto amable—deja de intentar entrar en Su presencia como si Él te esperara detrás de una cortina. Vive sabiendo que su Espíritu ya llena el espacio dentro de ti. Porque así es.

El Lugar Santísimo no es una habitación a la que entras. Es una relación que vives.

Oración

Papá,

Gracias por la belleza de Tu diseño—por el oro y el lino, por el escarlata y el azul, por el púrpura que me recuerda dónde el cielo se encuentra con la tierra. Gracias porque el velo fue rasgado y tu Espíritu ahora habita no en templos ni en tiendas, sino en corazones como el mío. Ayúdame a vivir consciente de que soy tu morada—tu Tabernáculo viviente. Que tu vida fluya en mí como escarlata y azul, encontrándose en ese lugar púrpura donde mi corazón toca el tuyo.

Amén.

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